Presentación del libro conmemorativo
Ricardo Martínez. 100 años
Cuando Zarina me invitó a presentar este libro me sentí profundamente honrada, sentí que era un enorme privilegio acercarme a conocer detenidamente el resultado de muchos meses de trabajo, a palpar la concreción de una suma de afectos. Al mismo tiempo, o mejor dicho, a medida que avanzaba en la lectura del libro y contemplaba las imágenes, comprendí que había sido un enorme atrevimiento haber aceptado puesto que ni soy crítica ni historiadora del arte. Sin embargo, a través de los textos gradualmente la figura y el quehacer de Ricardo Martínez se fueron tornando más nítidos y comprendí que el propósito de la Fundación que lleva el nombre del pintor se ha cumplido con creces y retorné a la idea inicial de que es un privilegio participar en este homenaje a un artista cuya obra merece ser mejor conocida y reconocida.
Como bien señala Alberto Manguel, todo libro ha sido engendrado por una larga sucesión de otros libros cuyas portadas quizá no veamos nunca y cuyos autores tal vez jamás conozcamos, pero cuyo eco se encuentra en el que tenemos en las manos. En el caso del libro que hoy nos convoca, a esta huella, a este eco, debemos sumar el de la novedad que encierra. Su nueva luz procede del legado del propio artista, legado que fue la simiente de la Fundación Ricardo Martínez, la cual atesora un conjunto de objetos que crearon la atmósfera vital del pintor, así como testimonios de su creación artística. En su tarea de preservar y difundir la obra de este pintor excepcional, la Fundación hoy nos regala uno de sus frutos.
El libro abre con un retrato que nos entrega Zarina Martínez. No es un esbozo biográfico, se trata de un relato personal, pinceladas de cercanía afectiva, un acercamiento a un mundo que el pintor siempre mantuvo reservado: su familia, sus amigos, sus hábitos cotidianos, algunos atisbos de su entorno creativo y doméstico. Un retrato ameno, sobrio, y de alguna manera, sosegado, contenido; con la aprensión de quien abre una ventana siempre cerrada, de quien nos descubre un secreto. Ciertamente que Ricardo era un hombre reservado, a ratos daba la impresión de ser huraño, las más de las veces serio, aunque yo conservo la memoria de sus ojos risueños y pícaros, como acordándose de alguna maldad, alguna ironía. En este breve boceto íntimo están contenidos algunos de los temas desarrollados en los ensayos dedicados a la obra del pintor, dichos ensayos hacen patente que “únicamente a través del arte podemos salir de nosotros, saber lo que otro ve desde ese universo que no es el mismo que el nuestro, y los paisajes del cual hubieran permanecidos tan desconocidos para nosotros como los que pueda haber en la luna”.
¿Qué elementos conformaron el universo de Ricardo Martínez? En opinión de Miriam Kaiser la naturaleza fue esencial en el quehacer pictórico del artista, el recurso a la naturaleza le dio una nueva forma de expresión plástica que lo distinguía y separaba de la generación anterior de artistas, los muralistas. Recordemos que Ricardo Martínez nació en 1918 y, como sus contemporáneos, encuentra en el paisaje un tema de búsqueda. El pintor pertenece a un tiempo, a una circunstancia, de este modo, la propuesta que elige corresponde a un momento determinado, a una búsqueda personal, es una respuesta a su tiempo. En este sentido, Kaiser se refiere a las coincidencias con otros artistas de la época, que aun sin constituir explícitamente un grupo se deslindan de los cánones que rigieron los años 20, pero que no se apartan de lo que esta autora denomina la temática identitaria, lo que da su especificidad a lo mexicano. Este sentido de pertenencia, de identificación con los paisajes y los personajes del país aparecen como un principio fundamental y el sustrato de la obra de Ricardo Martínez, que se irá depurando con el tiempo como se muestra en los siguientes ensayos.
Con evidente esmero y gusto, Aurora Avilés analiza la forma en que Ricardo Martínez transitó desde su primera exposición individual en 1944 hasta la consolidación de un estilo personal e inconfundible en los años 80. Acuciosamente refiere las influencias y los modelos visuales del artista, ahondando en lo que se denomina “la contracorriente de la pintura mexicana” que vuelve sus ojos al arte europeo para continuar aprendiendo de sus experiencias, pero para crear un arte nacional hurgando “en los rasgos cotidianos y profundos de los comportamientos, las actitudes y las tradiciones mexicanas abandonando el discurso ideológico, de intenciones épicas”, se trataba de una búsqueda de lo mexicano en la “intimidad”; mediante una óptima selección de imágenes Aurora Avilés va mostrando influencias, coincidencias, paralelismos, así como la continua búsqueda de un lenguaje propio. En este ensayo me parece perceptible ya la importancia del trabajo que realiza la Fundación, puesto que esta autora utiliza materiales procedentes de su acervo, formulando nuevos planteamientos o haciendo completamente evidentes ideas antes expresados por otros autores.
En un segundo momento Aurora Avilés examina el modo en que las formas del mundo prehispánico presentes en las esculturas y máscaras seducen al pintor e irrumpen en sus lienzos. Es también una época de constante experimentación en la técnica que va anticipando ya su estilo característico de representación de la figura humana. La reflexión de la autora sobre el peso que tienen estos elementos en el proceso de maduración del artista me recordaron las observaciones que hace Antonio Muñoz Molina: “la máscara y la escultura primitiva afirman en su rigurosa abstracción los rasgos comunes, borrando o cubriendo los rasgos individuales”, de allí que “en los orígenes de la pintura moderna, en Goya, la máscara tiene una presencia tan obsesiva como la desfiguración de lo individual”, subrayando así esta característica de la representación identitaria y simultáneamente universal. Los rasgos, los volúmenes que utiliza Ricardo Martínez son reconociblemente mexicanos.
Por su parte, María Fernanda Matos Moctezuma aborda la producción plástica de Ricardo Martínez entre 1980 y 2009, cuando el artista tiene un estilo definido: sus motivos permanecieron pero fueron reelaborados, enriquecidos, adquirieron nuevos matices, gracias a una constante reflexión y al manejo cada vez más depurado de su técnica. Matos Moctezuma apunta la persistencia de la temática indígena, pero subraya los cambios en el manejo del dibujo y el color, así como en la aparición de nuevo movimiento y dinamismo en las figuras. El erotismo cobró intensidad en este periodo. Uno de los aspectos notables de este ensayo es destacar la forma en que el bagaje cultural del artista emerge en su producción, deteniéndose especialmente en las cualidades personales del pintor: el ejercicio de su oficio con entrega y pasión, su disciplina y compromiso con el arte. La monumentalidad de los cuadros es otro de los rasgos distintivos que me gustaría señalar, las imágenes del libro nos pueden aproximar a los temas, a los colores, pero no pueden darnos una verdadera idea de la impresión que producen cuando puedes apreciarlos directamente.
Los dos ensayos que cierran el libro nos remiten a aspectos aún poco explorados de la vida y quehacer de Ricardo Martínez, haciendo patente la importancia que tiene la labor de la Fundación que lleva su nombre. El primero, preparado por María José Ramos de Hoyos da cuenta de las viñetas y dibujos en publicaciones literarias. Estos trabajos revelan una faceta diferente del pintor: aquella de su amistad con poetas, escritores y editores. Estas pequeñas grandes obras, como las llama Joaquín Díez-Canedo, fueron elaborados expresamente para sus amigos, como un paréntesis gozoso. Hasta el momento se han registrado cuarenta contribuciones de esta naturaleza, entre los más conocidos podrían mencionarse, por ejemplo: la primera edición de Pedro Páramo; Muerte sin fin de José Gorostiza, así como las publicadas para las colecciones Tezontle y Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica.
El registro de este quehacer nos da una idea de las posibilidades que abre a los investigadores de la cultura mexicana el acervo de la Fundación. Dabi Xavier hace una presentación del repositorio donde se conservan documentos de carácter personal, como cartas, fotografías, tarjetas postales, textos, cuadernos de dibujo, que nos adentran a un mundo que Ricardo guardó celosamente, manuscritos que dan cuenta de un espacio íntimo. Pero no sólo eso, se conservan también los objetos que lo rodeaban: los libros y su colección de piezas prehispánicas, lo cual recrea la atmósfera en que trabajó. Todo ese invaluable conjunto permitirá adentrarnos a una valoración más completa y merecida.